Razones por las que el misionero debe ser santo
En
una primera perspectiva de que un misionero debe ser santo es precisamente que
en la acción pastoral existen muchas alternativas para efectuar una vida
apostólica conforme a la necesidad del lugar y sobre todo a la necesidad de los
ojos de Dios, es por ellos que Cristo cuida de sus ovejas, para llevarlas a los
mejores pastos de la vida eterna o vida sobrenatural, por medio de sus ministros.
Todo el celo pastoral de Cristo debe transparentar a través de sus ministros.
Es por ello que la se puede decir que en el caso de un sacerdote, la
espiritualidad propia de un sacerdote es una ascesis de pastor de almas[2].
La
acción verdaderamente pastoral es una responsabilidad que promete toda la
existencia, como comprometió la del Buen Pastor. La caridad cristiana y la
caridad de buen pastor tiene reglas que las de una actuación meramente de
funcionario o profesional. Es por ello que todo aquel que trabaje por el reino;
Jesús prometió la presencia, la luz y la acción santificadora y evangelizadora
del Espíritu Santo.
1. Necesidad de misioneros santos[3]
Nosotros, misioneros, nos preguntamos muchas veces porqué la obra de la
conversión del mundo infiel vaya así lentamente. Se suelen aducir varias
razones para explicar este doloroso hecho, y verdaderamente el problema se
puede considerar de muchos lados, algunos de los cuales no se relacionan con
nuestra responsabilidad. Por la parte que nos toca, y es la principal, el
problema es de la más límpida solución. Para salvar el mundo, Dios, en su
infinita sabiduría, ha querido tener cooperadores. Dios hace bien su parte: ¿la
hacen igualmente bien los hombres llamados a ayudarlo?.
Hagamos que toda la Iglesia, todo el pueblo cristiano, dirigido por sus
obispos y por su clero sienta verdaderamente el deber apostólico que le incumbe
de promover con todo medio la propagación de la fe: hagamos que los misioneros,
instrumentos más directos en la conversión de las almas sean santos, y los
infieles no tardarán en convertirse.
2. El misionero, hombre de fe[4]
El fervor
de la vida de un misionero, su actividad regular, sabia, industriosa,
incansable, la alegría inalterable de su vida y su perseverancia en el trabajo,
aún en medio de privaciones, vicisitudes y dificultades, son siempre el
resultado de una vida de fe.
Si la fe
se ofusca, también el celo disminuye de intensidad; se presentan, aún al más
fuerte, el cansancio y el desánimo y se puede llegar hasta la completa
desconfianza y a la pérdida de la vocación.
Si el
misionero vive de la fe, entonces es grande, es sublime, es divino: la Iglesia
y las almas pueden esperar todo de él: ningún cansancio, ninguna dificultad lo
asustarán, ningún heroísmo es superior a sus fuerzas; si el espíritu de fe en
él es lánguido y débil, él se moverá, trabajará también, pero poco o nada
lograrán sus fatigas, y el poco éxito de sus obras, hechas sin espíritu,
aumentará en él la desconfianza y el abatimiento.
El misionero
es por excelencia el hombre de la fe: nace de la fe, vive de la fe, por ella
voluntariamente trabaja, padece y muere. El misionero que no es esto, es
totalmente un aficionado del apostolado, será pronto un impedimento para la
misión, un fracaso para sí mismo, cuando –Dios no lo quiera– no será también
causa de perdición para las almas. Sin la fe, el misionero no se explica, no
existe; y, si existe, no es el verdadero misionero de Jesucristo.
Un
misionero que encuentra aburrida media hora de meditación, que dice
distraídamente su oficio y maltrata la Santa Misa, que tiene poca familiaridad
con el Santísimo Sacramento y con la Virgen María... que, con el pretexto de las
obras y del trabajo que lo ocupa, tiene en poco la meditación y otras prácticas
de piedad; tal misionero es un pobre iluso: su trabajo es vano y sin verdadera
consistencia, y los proyectos, de los cuales puede también tener llena la boca,
son nada más que pura y simple charla, muchas veces expresiones de un ánimo
vano y ligero.
3. Salvar las almas como las salvó Jesucristo[5]
La
grande, sublime misión del hombre apostólico es aquella de salvar a las almas,
y de salvarlas como las ha salvado Jesucristo. Para que pueda dignamente
cumplir este empeño divino el misionero debe tener siempre presente los grandes
motivos que le imponen como una ley, como una necesidad el deber del
apostolado, el celo por la salvación de las almas.
Él, sin
embargo, meditará muchas veces sobre el amor de Dios por las almas, sobre su
precio y excelencia, sobre el peligro en los cuales se encuentran la mayor
parte de ellas de perderse eternamente, sobre la nobleza de la vocación
apostólica más que otra rica de méritos, y sobre el premio inenarrable
reservado a los verdaderos apóstoles del Evangelio.
Es por ello que la
santidad en las persona se dibuja y toma terreno como los han hecho y dicho
algunos hombres que siguieron de manera misionera la voz de Dios; de esta
manera se dice que “la santidad es democrática”, como lo dijo Pablo VI; “y es
posible en cualquier situación”, precisa el Papa Wojtyla “a cualquier edad
y en cualquier estado de vida”, de igual manera, Benedicto XVI, aclara “que los
santos son el rostro concreto de cada pueblo, lengua y nación”. En la misma sintonía, el Papa Francisco dijo que la santidad no es perfecta y que por ende invita a “no caer en el
equívoco de la santidad como maquillaje que hace resplandecer lo bello sin
ningún compromiso ni pasión por hacer conocer el evangelio de Cristo. Los
santos no son superhombres”, son como nosotros, con la única diferencia de que
cuando han conocido y experimentado en sus vidas el amor de Dios lo han seguido
sin condicionamientos ni hipocresías. De hecho, desgastaron sus vidas en favor de los
demás. Soportaron sufrimientos y adversidades sin generar odios ni rencores sino
respondiendo al mal con el bien. Han sido comunicadores de la paz y del gozo
que vienen de Dios[6].
Por lo tanto, la razón de ser un santo misionero, conlleva a ser una persona de bien conforme a las exigencias que implica ser un verdadero seguidor de Jesús.
BIBLIOGRAFÍA
CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium N° 11, Editorial
San Pablo, 2006.
ESQUERDA, J., Teología de la espiritualidad
sacerdotal, Editorial BAC, Madrid, 1991.
http://vocaciones.org.ar/santidaddelmisionero
http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/que-es-la-santidad-6528
http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/que-es-la-santidad-6528
Citas de pie de página:
[1] CONCILIO VATICANO II,
Lumen Gentium N° 11, Editorial San Pablo, 2006.
[2] ESQUERDA, J., Teología
de la espiritualidad sacerdotal, Editorial BAC, Madrid 1991, pág 238.
[3]
http://vocaciones.org.ar/santidaddelmisionero
[4]
http://vocaciones.org.ar/santidaddelmisionero
[5]
http://vocaciones.org.ar/santidaddelmisionero
[6]
http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/que-es-la-santidad-6528
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